El plan de recuperación y la menguante probabilidad de consolidar un brazo fiscal europeo
Los fondos comunitarios son una respuesta conjunta que ha acelerado la transición energética, pero España solo ha puesto en circulación alrededor de un 40% de los recursos
La aprobación de una nueva herramienta fiscal europea en el verano de 2020 como respuesta a la pandemia supuso un “momento hamiltoniano” para la integración europea. Por primera vez, todos los estados miembros acordaban asumir el riesgo de emitir deuda de forma mutualizada a través de la Comisión Europea para financiar un programa de apoyo fiscal federal realmente ambicioso, equivalente al 5,2% del PIB de los 27....
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La aprobación de una nueva herramienta fiscal europea en el verano de 2020 como respuesta a la pandemia supuso un “momento hamiltoniano” para la integración europea. Por primera vez, todos los estados miembros acordaban asumir el riesgo de emitir deuda de forma mutualizada a través de la Comisión Europea para financiar un programa de apoyo fiscal federal realmente ambicioso, equivalente al 5,2% del PIB de los 27.
Esto suponía un paso de gigante, impensable pocos años atrás, para abordar la principal debilidad estructural de la Unión Monetaria. Para los países miembros del euro, con economías muy diferentes entre sí, expuestas a shocks económicos asimétricos, pero con un mismo banco central (sin posibilidad de devaluar) y con fuertes restricciones fiscales (impuestas por las reglas compartidas y también por los mercados que compran la deuda pública), la ausencia de un brazo fiscal federal se tradujo de facto en fortísimas devaluaciones internas con devastadoras consecuencias sociales y políticas en algunos países que casi se llevan por delante el proyecto europeo.
Sobre el papel, las potenciales ventajas del ambicioso plan acordado eran muchas. La primera: servir de mecanismo keynesiano anticíclico de urgencia, centrado en dar un impulso fiscal focalizado en aquellos países que habían sufrido un shock económico impredecible (y, por tanto, no resultante del propio comportamiento más o menos responsable de esos países), con el objetivo de minimizar el sufrimiento social causado por la hibernación obligada de la economía como consecuencia de la pandemia.
El segundo objetivo, establecido por la propia Comisión, era el de acelerar la inevitable, pero costosísima, transformación hacia una economía descarbonizada, y también dar un impulso a la transición digital. Implícito en ese mandato había un tercer objetivo: acelerar las reformas necesarias para mejorar la estancada productividad, sobre la base de las Country Specific Recommendations, los deberes (reiteradamente incumplidos) que la Comisión pone anualmente a los países.
Finalmente, ese embrión de brazo fiscal, de consolidarse, podría servir para suplir la infrafinanciación de bienes públicos europeos necesarios en un mundo crecientemente hostil: la inversión en investigación de frontera, en producción de bienes estratégicos como semiconductores o en defensa común. La ventaja de financiar estas políticas industriales (horizontales) de forma compartida era que además de corregir fallos de mercado comunes (baja inversión en conocimiento o en seguridad), el coste sería mucho más bajo, puesto que los eurobonos mutualizados tienen la máxima calificación crediticia. La semana pasada la Comisión publicó una primera evaluación del Plan de Recuperación y Resiliencia, coincidiendo con el ecuador del programa, que va hasta 2026. Como era de esperar, los mensajes de la Comisión fueron muy positivos. No es sorprendente, considerando los incentivos que tiene la propia Comisión en que el propio programa que ha diseñado ella misma continúe.
¿Pero tiene razón la Comisión? Todavía es pronto para valorar con rigor el éxito en los diferentes objetivos, pero pasados tres años ya podemos intuir algunas cosas. En el lado positivo hay al menos dos elementos a destacar. El primero y más importante fue la señal política en un momento de altísima incertidumbre en los mercados tras la eclosión de la pandemia. La respuesta rápida y contundente dejó claro que la crisis se iba a tratar de manera diferente a 2008: la Comisión iba a estar ahí para reforzar el trabajo de los (justísimos) presupuestos nacionales y del Banco Central Europeo. El mero anuncio del plan permitió evitar que la prima de riesgo de los países más golpeados y endeudados del sur se disparara con potenciales consecuencias ruinosas.
El segundo elemento positivo que parece difícil de discutir ha sido el de acelerar el proceso de transición hacia una economía menos contaminante. Según las estimaciones del economista Jean Pisani-Ferry y coautores, si queremos llegar a los objetivos definidos en París debemos incrementar muy sustancialmente la inversión hasta alcanzar el 2% del PIB. Las fuertes inversiones en rehabilitación de edificios, en vehículos eléctricos o en programas de energías renovables no se hubieran podido hacer al mismo ritmo sin el plan de recuperación.
Por el lado negativo hay al menos dos elementos claros, al menos para el caso español. El primero es que, como cualquiera que hubiera tratado alguna vez con fondos europeos sabía, un programa keynesiano para estimular la demanda era imposible de implementar de forma rápida. En el ciclo anterior se habían ejecutado menos de una tercera parte de fondos, y de pronto los fondos a gastar se multiplicaban por cuatro con la misma estructura administrativa, y en medio de una pandemia con la administración débilmente digitalizada. Se hicieron esfuerzos para agilizar los trámites, pero a principios de 2024 se habían puesto en circulación, según el robot desarrollado por EsadeEcPol, solamente alrededor de un 40% de fondos.
NextGenerationEU no ha servido como mecanismo contracíclico, pero quizás eso ha sido una buena noticia: la escasa inversión ha ayudado a contener la inflación. El segundo elemento es que probablemente el plan estaba, por diseño, condenado a ser muy poco efectivo para lograr reformas ambiciosas. Como algunos ya advertimos, la gobernanza del programa no tenía en cuenta las lecciones aprendidas en la economía política de las reformas. La evidencia muestra que los países tienden a implementar reformas cuando se ven “obligados” por restricciones externas (como restricciones de financiación o programas de rescate) o en entornos políticos muy favorables, como cuando tienen mayorías absolutas o se encuentran al principio de una legislatura.
En un entorno de parlamentos muy fragmentados, resaca de austeridad, con partidos populistas amenazando con tomar el poder, era muy poco probable que los gobiernos más golpeados fueran a implementar reformas desagradables: ¿por qué asumir el coste político de una reforma seria de pensiones, de la universidad o de la carrera profesional docente si tengo acceso a este enorme maná gratis de financiación? La Comisión estableció muchos hitos de reformas, pero dado el entorno político no está en las condiciones para ejercer de poli malo.
Aunque se han hecho muchos esfuerzos y hay sin duda hay excepciones significativas, mirando el conjunto es poco probable que el Plan haya servido para cambiar el rumbo en la dinámica de productividad, dando un ambicioso salto institucional o de capital humano. En España, los datos muestran que el monto de inversión se está invirtiendo en aquello que es más visible (y, por tanto, más vendible políticamente) así como en lo que se puede gastar más rápido (para no quedar mal en los rankings): construcción e infraestructuras. Pero no necesariamente en lo más importante.
Estos problemas probablemente no han ayudado a convencer al eje de países menos favorables de partida a “una Europa de transferencias”. Los costes de la guerra en territorio europeo y las crecientes tensiones populistas domésticas han hecho el resto. En conjunto, las perspectivas de continuidad de este embrión de herramienta fiscal de la UE son muy bajas en el corto plazo, por no decir nulas. Y eso es una muy mala noticia para Europa.
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