A Fondo

Las crisis energéticas mundiales: de 1973 a 2021

Todas las se han traducido en subidas de precio, no en la falta de materia prima. La receta del 73 fue "ahorrar", la de ahora, "subvencionar" la factura.

Surtidor de gasolina en Londres, en 1973.Getty Images

La crisis energética que vive especialmente Europa como consecuencia de la fuerte subida de los precios del gas natural y de los derechos de emisión de CO2, que han impulsado a niveles históricos los de la electricidad, podría tener un cierto parangón con la primera crisis del petróleo desatada a finales de 1973. En ambos casos, la causa principal fue y es la restricción de la oferta: en aquella ocasión tras la decisión de los países árabes de la OPEP de castigar sin petróleo a aquellos que habían apoyado a Israel en la llamada guerra del Yom Kippur, un conflicto que enfrentó a este país con Egipto y Siria. Además, en el caso actual, la razón está también en el aumento de la demanda tras el primer año de fuertes restricciones por la pandemia de covid. El principal efecto tanto de aquella crisis energética como de otras posteriores (la de Irán, en 1981, o la de la Guerra del Golfo de 1990), fue y es una escalada de los precios pero nunca la falta de acceso a las materias primas, salvo alguna escasez coyuntural.

Aunque en 1973 la OPEP solo decretó el embargo de sus expotaciones de crudo a Estados Unidos y Países Bajos, así como el boicot a Israel, el recorte de la oferta en un 30%, que el cartel mantuvo durante años, provocó una espiral inflacionista mundial sin precedentes que se prolongó hasta los años 80. Como ejemplo, en España el litro de gasolina pasó de 2,5 pesetas a 12,5 pesetas en poco tiempo. También ahora el IPC se ha resentido, con una brusca subida del 5,4% en octubre, la mayor en 30 años.

A diferencia de los años 70 del pasado siglo, cuando previsiones apocalípticas de la propia Agencia Internacional de la Energía (AIE) anunciaban el fin de las reservas de crudo mundial en un plazo relativamente corto (en 1981 se aseguraba que habría petróleo solo para 30 años y ahora, cuatro décadas después, se garantiza combustible para 50 años), las reservas de gas natural, el hidrocarburo causante de los actuales males, no están en juego (los avances tecnológicos y las reglas estrictas para definir las reservas han cambiado la radicalmente la situación). De hecho, no faltan previsiones que apuntan a que en cuanto Rusia reciba el visto bueno de Alemania para abrir la espita del gasoducto Nord Stream II, con una capacidad de 55 bcm (mil millones de metros cúbicos) de gas, Europa se inundará de gas y las cotizaciones caerán en picado. Alemania ha impuesto al coloso ruso Gazprom la separación en distintas filiales la actividad de transporte y de comercialización del gas que llegará a través del Mar Báltico.

Inmersos en una infructuosa lucha contra el cambio climático, pese a la celebración de 25 cumbres mundiales del clima, el problema de los Gobiernos no son tanto las reservas futuras de gas o crudo, combustibles llamados a ser sustituidos por energías renovables, sino el coste de la transición hacia una economía descarbonizada, en la que el gas jugará un papel clave y en la que los productores quieren aprovechar para adelantar beneficios. Ante el impulso del coche eléctrico, muchas petroleras dejarán de invertir en exploración y producción, con el consiguiente descenso de la oferta que derivará en precios altos del crudo, como en los mejores tiempos de la OPEP.

Frente a la actual apuesta por las renovables, para paliar el encarecimiento del barril de petróleo en los años 70, los países occidentales redoblaron su apuesta por la producción de electricidad con carbón y la energía nuclear. En aquellos años en que se generalizaba el galicismo medioambiente, los países, muchos en pleno proceso de desarrollo, estaban aún lejos de advertir el peligro destructivo de las emisiones de dióxido de carbono para la atmósfera.

Derrochar, derrochar

La receta generalizada para afrontar la primera crisis del petróleo, quizás por el temor a un desabastecimiento, fue ahorrar y ahorrar. Por el contrario, la solución a la actual escalada de los precios del gas y la electricidad es subvencionar el coste de la factura para que el ciudadano mantenga su nivel de consumo y bienestar y no castigue en las urnas a los políticos de turno. A diferencia de aquel invierno del 73, con carreteras vacías en muchos países de Europa, en el de 2021 ni un solo ayuntamiento, al menos en España, está dispuesto a dar ejemplo suspendiendo el derroche de los tradicionales alumbrados navideños.

Frente a las propuestas del Gobierno español de reformar los mercados eléctricos para aprovechar el menor coste de la generación hidráulica o nuclear, la Unión Europea plantea ayudar a los consumidores, especialmente, a los vulnerables, a pasar el invierno con recortes en la factura con cargo a los Presupuestos del Estado. Bruselas insiste en que es una situación coyuntural por lo que tampoco está dispuesta a modificar las reglas de un mercado de derechos de emisión, cuyos precios desorbitados, están también tras la escalada de las cotizaciones del mercado mayorista de la electricidad, que, en España supera estos días los 200 euros MWh.

El antiguo carácter público de las empresas y los sistemas eléctricos, con precios intervenidos, marcan otra de las diferencias entre las antiguas crisis energéticas y la desencadenda en estos tiempos de pandemia con mercados liberalizados o en proceso de liberalización con calzador. Con todo, para bien o para mal, la gran brecha temporal es la tecnológica.

La desinformación que paradójicamente acarrean las redes sociales, ha llevado a absurdas situaciones de pánico ante un posible apagón por la falta de gas y de electricidad, con la compra por parte de los usuarios de infiernillos u otros artefactos. El problema, como en el 73 no es la escasez de la materia prima sino su precio. Los apagones se producen no por falta de combustible, sino por falta capacidad en las redes eléctricas. No en vano, en España los grandes blackout se produjeron en los años de boom económico, en la primerar década de los 2000. El sistema eléctrico español tiene una red de distribución y transporte con una capacidad que duplica el mayor pico de consumo registrado en esos años.

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