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Editorial
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Y ahora qué: parlem-ne

La sociedad española y catalana demandan sensatez

El presidente catalán Carles Puigdemont.
El presidente catalán Carles Puigdemont.AFP
CINCO DÍAS

Hasta aquí el espectáculo, el bochornoso espectáculo. Hoy es 2 de octubre y el suflé soberanista que la clase política que dirige los destinos de Cataluña ha cebado en un ejercicio contrademocrático sin precedentes debe desinflarse para enfriar las pasiones y poner en marcha la razón y el diálogo. El 1-O ha fracasado, porque nadie puede reconocerlo como un referéndum válido, pero también ha fracasado el Gobierno central, que prometió impedirlo y se vio burlado por la Generalitat. En una farsa democrática por una pretendida votación sin garantía alguna, y en la que las imágenes desgraciadas de cargas policiales que tratan de hacer cumplir la ley y las resoluciones judiciales pueden ser la estampa del acontecimiento, España y Cataluña, Cataluña y España, no han dado al mundo la mejor de sus imágenes, y deben ponerse a enmendarla cuanto antes. Con este deterioro de la imagen se ha forzado también un grado de presión internacional para el Gobierno de Rajoy para que subsane este conflicto en el seno de una Unión Europea que no puede permitírselo si pretende caminar a la vanguardia del progreso y la democracia inclusiva en el mundo.

Tras el 1 de octubre, y saquen los gestores de la Generalitat la conclusión que saquen, tomen la decisión que tomen, la sociedad española y catalana demandan sensatez. Y ni una sola de las decisiones incoherente con ese anhelo debe ser considerada. Ahora: diálogo, cesión y planteamientos posibles. Ni España ni Cataluña, ni españoles ni catalanes, soportarán espirales adicionales de malentendidos. Si estos políticos catalanes están desacreditados por su enloquecida huida hacia adelante, deben dar paso a gente que tenga sentido común y buscar una salida a esta tropelía histórica. Tampoco el presidente Rajoy sale reforzado de la crisis, sino retratado en su incapacidad por no haberla abordado mucho antes.

Pero el president Puigdemont se reafirmaba anoche en su insensata e irresponsable hoja de ruta:se dispone a declarar la independencia unilateralmente esta semana en el Parlament. Esto forzará al Gobierno a tomar medidas para restablecer el Estado de derecho que elevarán la tensión, como lo hará la huelga general convocada para este martes.

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Es una desgracia para todos que la actitud sea esa, porque sería hora de mirar de frente y aplicar soluciones que recompongan la convivencia recordando que pactar exige siempre ceder. La relación venidera de Cataluña y los catalanes con el resto de españoles tiene necesariamente que construirse con una revisión de las reglas, que han funcionado durante los últimos cuarenta años, pero que pueden estar superadas a la luz de la proporción adquirida por el soberanismo. Eso sí: tales revisiones deben ser válidas, aceptadas y respetadas tanto por los independentistas irredentos como por quienes no lo son.

La revisión normativa, que inevitablemente supondría retoques en la Constitución y en el Estatuto catalán, debería afectar tanto a aspectos políticos como financieros, puesto que en ambos está el origen de la movilización, aunque no hay consenso en la atribución de responsabilidad a unos y otros. Solo por el itinerario histórico, Cataluña tiene en España un estatus que le ha proporcionado siempre un plus de autogobierno y soberanía, una circunstancia que ha compartido con el País Vasco o incluso con Galicia, y que estaba en sus normas estatutarias ya en la II República.

La Constitución Española de 1978 reconocía determinadas prerrogativas al admitir un escalón competencial superior a las regiones que regían su relación con el Estado con el artículo 151, respecto al resto, que lo hacían con el 143. Pero tal diferenciación fue eliminada en la práctica al conceder a todas el trato 151. De forma y manera que solo País Vasco y Navarra disponen en términos financieros de una autonomía plena, tanto en ingresos como en gastos, y se han convertido de hecho en el espejo en el que se mira el catalanismo de última generación.

En todo caso, como la Constitución también recoge la necesaria solidaridad entre españoles en términos económicos, tanto a nivel de renta como territorial, replicar tal cual los conciertos vasco y navarro en otras regiones no es posible. Aunque una parte del empresariado catalán se ha apuntado a esta demanda, que ya en su día llevó Artur Mas a Moncloa para utilizar el rechazo de Madrid como excusa para lanzar el órdago secesionista, no es viable sostener el equilibrio financiero en un país con tantas desigualdades como España si cerca de un 30% del PIB nacional no participa en los flujos de solidaridad, o lo hace de forma limitadísima como País Vasco y Navarra. Solo con un cupo generoso, que exigiese a Cataluña similar contribución neta a la que hace ahora, sería posible; pero eso supondría corregir y aumentar la de País Vasco y Navarra. Eso entraría dentro de la lógica de un Estado solidario que proporcionase plena autonomía fiscal y financiera a sus regiones, pero estaríamos desnudando a dos santos para vestir a un tercero.

Seguramente la solución hay que buscarla en cambios en la estructura de la financiación, pero proporcionando a las regiones la titularidad jurídica de alguno de los grandes impuestos, como si de un Estado federal se tratase, aunque ello no incrementase al grado de autogobierno que ya es de los más expansivos del mundo. Un sistema de financiación solidario que tenga en cuenta los cambios sociológicos y demográficos de los diez últimos años y que evite que el nivel de servicios proporcionados por los receptores netos sea mejor que el proporcionado por los contribuyentes netos que los financian.

Y todo ello complementado con modificaciones en el Estatut catalán que recojan determinadas aspiraciones políticas que no afecten a la unidad y a la soberanía nacional, y que estaban apuntadas en la redacción de la norma que en su día corrigió el Tribunal Constitucional. En definitiva, una suma de cambios políticos y financieros que devuelvan el sosiego a la relación de Cataluña dentro de España, a la que siempre se han entregado la mayoría de los catalanes, pero que su Gobierno y algunas de sus instituciones más representativas han pervertido en una espiral destructiva y sediciosa que debe pasar a mejor vida.

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