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Columna
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Puede ser de otra manera

Que vuelva Calderón de la Barca y cunda de nuevo la doctrina del libre albedrío, que oigamos a Segismundo en sus monólogos de La vida es sueño y que se prepare el estreno de nuevos autos de fe en la factoría de la madrileña calle de Añastro, sede de la Conferencia Episcopal. Que no arranquen los coches, que se detengan todas las factorías, que la ciudad se llene de largas noches y calles frías, como reza la canción de Joaquín Sabina. Que paren las máquinas del semanario Alfa y Omega, dedicadas a la exégesis de las hermenéuticas de su Eminencia Reverendísima Antonio María Rouco Varela.

Que, en definitiva, se ponga coto al determinismo marxista de la historia, al que parecen adictos los marianistas del Partido Popular. Porque ahora todas las medidas del Gobierno se anuncian bajo la etiqueta del no hay otra solución y del como no puede ser de otra manera. Fórmulas que sobre representar una falacia, quieren eximir de cualquier responsabilidad a quienes las adoptan. De modo que gobernar habría dejado de ser la toma de decisiones después de ponderar las soluciones disponibles para convertirse en un mero mecanismo inerte.

Reconozcamos que los progresos del nuevo lenguaje orwelliano han sido portentosos. Los recortes son salvaguardas para preservar el Estado de bienestar. Cuando su impacto sobre los afectados les induce a la sublevación los encaminados por la senda de la disconformidad son devueltos a los años infantiles bajo el eco de los cánticos escolares al regreso de las excursiones campestres, cuando entonaban a coro lo de "ahora que somos pequeñitos/ y de pueril inteligencia/ no sabemos apreciar/ el bien que se nos hace/ en esta santa casa". Porque quedamos advertidos de que todo se dispone por nuestro bien. Atendiendo a lo que nos conviene mejor. Su rechazo solo puede tener origen en deserciones lamentables del patriotismo elemental, exigible en situaciones de crisis. Nos encontramos así de bruces con el patriotismo como último refugio de los canallas.

Estamos en un caso particular de esos verbos y locuciones invasivas, que como algunas especies botánicas, en un momento determinado rebasan los límites de su proporción y se convierten en una plaga que lo inunda todo. Estas patologías se ven favorecidas porque los discursos políticos y las disposiciones aparecidas en el Boletín Oficial del Estado carecen de la debida revisión lexicográfica.

Un intento que sí se llevaba a cabo en la redacción de la agencia Efe al final de los ochenta, por aquel departamento de filólogos de guardia que se aplicaba inasequible al desaliento a la detección de los signos de abandono esparcidos en los despachos difundidos por el teletipo. Sus informes señalaban con agudeza la pérdida de tensión narrativa, propia de todo texto periodístico, e intentaban sembrar entre los informadores la abominación por la escritura asilvestrada, de desmaño en el uso del lenguaje, como gustaba decir el académico Fernando Lázaro Carreter.

Por ejemplo, el profesor Fabián Estapé se refiere en su libro de memorias De tots colors a un apasionante estudio sobre la proliferación del gerundio en la literatura administrativa española a partir del 18 de julio de 1936, en línea con lo sucedido durante la dictadura del general Primo de Rivera. Se pueden señalar otros casos más recientes, relativos al verbo desarrollar, que acabó imponiendo su presencia y expulsando de los despachos noticiosos a otros más adecuados. De forma que los encuentros futbolísticos no se disputaban sino que se desarrollaban, lo mismo que las obras de teatro, las conferencias, los seminarios y demás convocatorias.

Ahora estamos encerrados en expresiones del tipo de con la que está cayendo, no nos gusta pero no hay otra solución o como no puede ser de otra manera. Son trampas lingüísticas frente a las que debemos reaccionar con desconfianza. Proclamemos que se puede proceder de otra manera. Más aún, que como dijo Talleyrand, il-y-a toujour la manière. Digamos basta.

Miguel Ángel Aguilar. Periodista

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