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La amnistía fiscal, no debería parecer lo que parece...

Sin ninguna duda, una de las medidas más controvertidas que se han incluido en los Presupuestos Generales del Estado para el presente ejercicio es la que se refiere a la "amnistía fiscal". Con esta medida el gobierno confía en recaudar 2.500 millones de euros perdonando el delito y legalizando las cantidades no declaradas a cambio de un gravámen único del 10%, garantizando el anonimato del infractor. Esta regularización ha sido considerada por muchos éticamente rechazable y se le ha augurado una pobre consecución de sus objetivos a tenor de experiencias pasadas en España y en otro países.

Como digo, su anuncio ha armado cierto revuelo, y no es de extrañar por dos motivos: por un lado el (repentino) cambio de criterio de los ahora gobernantes en relación a los procesos de regularización fiscal, y por otro, por el trato injusto que reciben (recibimos) los contribuyentes según sean cumplidores o defraudadores con el fisco.

Desde luego, a simple vista, un tributo fijo del 10% a cambio de blanquear grandes sumas de dinero defraudado puede parecer una broma de mal gusto para el resto de contribuyentes que soportan tipos de hasta el 52% de los ingresos según los nuevos suplementos temporales aprobados para este ejercicio en los mismos presupuestos. La justificación a esta novedosa norma pretende que se asuma la idea de que se tratará de una beneficiosa inyección de recursos ahora apartados para nuestra maltrecha economía y un ingreso directo para las arcas del Estado con que no se contaba. Además, se podría considerar que los nuevos recursos entrarán en el círculo legal de nuestra economía productiva reforzando este efecto beneficioso.

Intentando no pronunciarme ni a favor ni en contra de dicha medida, puesto que es fácil encontrar argumentos que respalden ambas posturas, sí que echo muy en falta algún que otro complemento a la norma que habría hecho mucho más tolerable el asunto para los que pagan religiosamente sus impuestos: si el anuncio del indulto hubiera ido acompañado simultáneamente de un endurecimiento de las penas por delitos fiscales y del aviso tajante a los defraudadores de que la evasión de impuestos (de cualquier cuantía) constituye un delito gravísimo intolerable, esta inesperada y sorprendente medida habría resultado mejor recibida por los ciudadanos.

Uno de los males endémicos que nos aquejan, al igual que ocurre en muchos otros países mediterráneos es el alto nivel de economía sumergida (se suele considerar que entre el 20% y el 30% de la actividad opera al margen de la legalidad) y, por qué no decirlo abiertamente, de fraude con el que sin extrañarnos ya estamos acostumbrados a convivir. Quién no ha escuchado alguna vez la famosa frase: ¿lo quiere con IVA o sin IVA?...

Un elevado nivel de economía informal supone una mayor presión para el contribuyente que ni puede ni quiere incumplir con sus obligaciones tributarias y genera cada vez una mayor desigualdad social. Por ello uno de los objetivos prioritarios de este gobierno debe ser la lucha férrea contra el fraude fiscal dotando a la actividad inspectora de recursos y herramientas suficientes para detectar el mismo. Si hay que endurecer las penas, que se haga, si hay que ampliar los períodos de prescripción, que se haga, y si hay que reclutar y formar un amplio cuerpo de inspectores, no habrá mejor inversión que pueda practicar el Estado con los recursos de los ciudadanos.

La equidad en la recaudación tributaria y la eficacia de nuestra Hacienda no es un asunto con el que el gobierno debiera frivolizar, por cuanto su incidencia en el conjunto de la economía es fundamental. Por eso, la amnistia fiscal, ya que se hará, no debería haber parecido lo que en la práctica parece: un gesto condescendiente con el defraudador y una señal de impunidad hacia el delito fiscal, habiéndose debido acompañar de nuevas acciones que dejen claro que defraudar no volverá a salir gratis a nadie.

Alejandro Varela

Gestor de Fondos en Renta 4 Banco

@AVarela_Madrid

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