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Tribulaciones de un parado ilustrado
Tribuna
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Hacerse trampas en el solitario no es sano ni prudente

Escuchar con atención y serenidad nuestra sinfonía interior, abrir nuestros oídos de par en par a los mil matices que el silencio nos ofrece, preguntarnos sin complejos, de manera abierta y sincera... Estas eran algunas de las sugerencias recogidas en el anterior post (Estamos en el mismo barco y todos mareados).

Busquemos un momento de tranquilidad y no tengamos, pues, miedo a mantener un diálogo franco y auténtico con nosotros mismos. Sólo el individuo aislado puede pensar, nos dice Albert Einstein (Mi visión del mundo. Metatemas. Tusquets Editores, 2005). "Desde allí descubrirá nuevos valores y formulará normas morales que sirvan para la vida de la comunidad".

Pues bien, para que cunda el ejemplo, fiel a un estilo de gestión que descarta cualquier liderazgo que no se ejerza desde dentro (el ejemplo no es la mejor manera de educar (liderar o dirigir, añado), es la única, Einstein dixt), me he puesto manos a la obra.

Les confieso que la experiencia ha sido grata y, sobre todo, muy enriquecedora. Afortunada o inquietantemente, me ha ayudado a conocerme un poquito más.

Ya lo apuntó Baltasar Gracián en su obra universal El Arte de la Prudencia (Ediciones Temas de Hoy, 1996): "No se puede ser dueño de sí si primero no se conoce uno mismo. Hay espejos para la cara pero no para el espíritu; este espejo debe ser la prudente reflexión sobre uno mismo".

Pues con el espejo de la reflexión todavía en la mano, aquí les muestro una de las conclusiones de tan estimulante ejercicio, realizado por este parado ilustrado en la soledad calurosa de agosto.

Empezaré por el final. El ser humano, a pesar de su insigne formación académica, (refrendada por universidades y escuelas de negocio de prestigio) y el gran bagaje profesional acumulado a lo largo de décadas (labrado en muchos casos en empresas de alta alcurnia y buen linaje), mantiene una disposición natural hacia el autoengaño, en sus múltiples y diabólicas formas.

Para ver si están de acuerdo con semejante aseveración sigan leyendo, por favor, y respondan a las siguientes preguntas. No hace falta que lo hagan en alto, si quieren evitar alguna que otra mirada perpleja de su entorno: ¿Disfruto realmente con el trabajo que estoy desarrollando?, ¿me proporciona mi empresa el marco idóneo donde desarrollar amplia y libremente todo mi talento y potencial como profesional?, ¿van la vocación y la profesión de la mano en mi carrera?

Si todavía tienen alguna duda, les ruego que continúen con el cuestionario. ¿Tiendo a buscar un cobijo, cómodo y calentito, en el cada vez más poblado "valle de las excusas y las lamentaciones"?, ¿hasta qué punto soy consciente de los efectos hipnotizadores de ostentar un cargo directivo de postín en una empresa de relumbrón, especialmente puertas afuera, cuando en nuestro interior sabemos que este tipo de dependencias son peligrosamente adictivas y pueden llegar a ser una trampa mortal?

Si todavía siguen ahí, amables lectores, les confesaré que yo aun estoy bajo los efectos de un incómodo pero sano escozor mental tras someterme a semejante tercer grado. Y es que la conclusión a la que he llegado ha sido demoledora: ¡Cómo he podido estar tan ciego durante tanto tiempo!

Estas reflexiones me han recordado algunos tipos de comportamiento basados en la tozudez, como el conocido como "error del inversionista" (o trampa de los "sunk costs"), que desarrolla José Antonio Marina en su libro La inteligencia fracasada (Anagrama, 2004).

Este concepto describe la capacidad y tendencia de las personas a justificar sus acciones y mantener un rumbo equivocado (a través de una especie de blindaje mental) a pesar de las señales claras e inequívocas que nos envía la realidad. Por ejemplo, ¿hasta dónde soy capaz de llegar con tal de justificar una inversión nefasta?

Que se lo pregunten a John Allen Paulos, quien perdió hasta la camisa invirtiendo empecinadamente en acciones de empresas tecnológicas en pleno boom de las llamadas puntocom del año 2000 (locura, diría yo) y tuvo la valentía y el acierto de narrar su experiencia en el delicioso libro Un matemático invierte en bolsa (Metatemas. Tusquets Editores, 2004)

Visto desde el lado positivo, todas estas reflexiones me han permitido formular el "teorema de Watson" que quiero compartir con todos ustedes en primicia mundial. Dice así: "La sinceridad propia de un individuo movido por su vocación es inversamente proporcional a la capacidad de autoengaño de un profesional cualificado a medida que acumula trienios".

O dicho de una manera más clara: a estas alturas del partido, cuando en el mejor de los casos las canas ya han conquistado una parte considerable de nuestra desamueblada cabeza, hacerse trampas en el solitario puede ser legal, pero no es sano ni prudente.

Hasta pronto, amables lectores.

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