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Tribuna
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Consensos y acuerdos en Copenhague

La intensidad mediática con que se ha tratado la cumbre de Copenhague ha llevado a pensar que no alcanzar un consenso global que implicara una reducción rápida y significativa de las emisiones de CO2 sería un gran fracaso, con consecuencias fatídicas para la humanidad. Considero que es una impresión errónea, teniendo en cuenta que la base científica, y también política, de los temas tratados está lejos de ser pacífica y consensuada.

No me refiero a la idea del cambio climático, sobre la que hay un consenso máximo basado en registros históricos y evidencia científica. Para la Tierra no es una novedad: que sepamos, los periodos de calentamiento y enfriamiento global se han venido sucediendo de forma natural al menos desde Pangea, hace algunos millones de años. También hay un alto consenso acerca de que las emisiones generadas por las actividades humanas, principalmente desde la revolución industrial, han podido acelerar este proceso, y de que el saldo neto global (aunque haya ganadores y perdedores) será negativo.

Sin embargo, la noción de que reducir significativamente las emisiones de CO2 pueda revertir o, al menos, ralentizar significativamente el proceso de cambio climático, no tiene una base científica solvente. Lamentablemente, los modelos climáticos con que contamos no son capaces de predecir con suficiente fiabilidad qué efecto producirá en el clima un salto en las emisiones de CO2. Dada nuestra ignorancia, sorprende sobremanera la facilidad con la que han enraizado conceptos tan aparentemente inocentes como el de "lucha contra el cambio climático", que bien podría encajar en la categoría del oxímoron (sí, a pesar de la cumbre).

La idea de que reducir las emisiones de CO2 no sólo es razonable, sino que además es la medida más adecuada, tampoco es aceptada pacíficamente. Aún asumiendo que fuera una medida eficaz, hay al menos dos razones que impiden el consenso y que se basan en el enorme coste asociado a las medidas propuestas (430.000 millones de euros anuales hasta el 2050, según el informe Stern).

Por un lado, puede haber alternativas menos costosas para paliar los efectos del cambio climático. Por otro lado, puede haber alternativas menos costosas para hacer del Mundo un lugar mejor. Hay una interesante bibliografía sobre esta idea, con origen en el libro El ecologista escéptico. Su autor, el economista danés Bjorn Lomborg, es el impulsor (paradojas del destino) del llamado Consenso de Copenhague, en contra de que la actuación ante el cambio climático se centre en reducir las emisiones de CO2.

Por último, asumiendo que reducir las emisiones de CO2 fuera eficaz y socialmente rentable, el reparto global del necesario esfuerzo de reducción está muy lejos del consenso. Hay al menos cuatro criterios en juego: el histórico (los que más han contaminado en el pasado deberían ahora emitir menos), el demográfico (los países más poblados deberían poder emitir más), el económico (los países que están saliendo del subdesarrollo gracias a la industrialización deberían poder emitir más) y el proporcional (todos los países deberían hacer un esfuerzo similar). Los cuatro se han barajado en Copenhague, y cualquier combinación puede defenderse como razonable.

Tantos niveles de debate y tantas ideas no consensuadas dificultaban un resultado consensuado de la cumbre de Copenhague. Que se hayan alcanzado algunos acuerdos, quizá el principio del fin de la era del carbono, no disminuye la incertidumbre. Pero no hay que dejarse llevar por el desaliento; la falta de consenso no implica que se haya perdido la batalla contra el cambio climático, que por otra parte seguirá esencialmente su curso, ajeno a nuestros debates.

Fernando Rodríguez López. Profesor de economía aplicada de la Universidad de Salamanca

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