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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Zapatero en Venezuela

Repsol acaba de sellar acuerdos con la petrolera pública PDVSA que le permitirán protagonizar una ambiciosa expansión en Venezuela, el quinto mayor productor de petróleo del mundo, único país latinoamericano de la OPEP y uno de los mayores proveedores de crudo de Estados Unidos. Estos acuerdos permitirán a la petrolera española aumentar su producción en Venezuela un 60% y, todavía más importante, duplicar sus reservas en este país. Algo que sin duda será recibido con alivio por los inversores, preocupados por la rebaja de las reservas que hizo pública la compañía en la presentación de los resultados de 2004.

Los pactos de Repsol y PDVSA se producen bajo los auspicios de la visita de Estado del presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, que también ha servido de paraguas a la venta de un lote de corbetas y aviones de transporte de uso mixto que darán carga de trabajo durante varios años a los empleados de Navantía (antigua Izar) y al fabricante aeronáutico CASA.

Asistimos así al primer gran acto de apadrinaje político de la expansión exterior de empresas españolas protagonizado por el Gobierno de Rodríguez Zapatero. Una política aplicada con determinación por todas las grandes potencias. El presidente francés, Jacques Chirac, recibió recientemente encendidos elogios de sus socios europeos tras atar en su visita a China un pedido de 2.500 millones de dólares para el consorcio Airbus. Y el canciller alemán Gerhard Schröder acaba de protagonizar una gira por el Golfo Pérsico en la que le acompañaban decenas de empresarios dispuestos a vender desde el sistema ferroviario de levitación magnética hasta armamento, pasando por proyectos de construcción de aeropuertos. Todo ello, en un territorio históricamente dominado por empresas estadounidenses, debido, en gran medida, a la permanente tutela de los distintos inquilinos de la Casa Blanca.

Las siempre complicadas relaciones entre el poder político y el mundo de la empresa pueden tener efectos perversos si derivan en un intervencionismo injustificado o en alardes proteccionistas que han dejado de tener sentido en un mercado global. Pero la tutela política activa para favorecer la expansión de la industria nacional en nuevos mercados es, y seguirá siendo, una de las herramientas más poderosas que tienen los Gobiernos para garantizar la bonanza de sus empresas y el bienestar de sus ciudadanos.

Aducir, como hace el Partido Popular, que el Gobierno no debería impulsar la presencia de empresas españolas en países gobernados por dictadores o que no gozan de plena estabilidad democrática es un sinsentido. La llegada de capital extranjero es, en sí misma, una vía de inoculación de los modos y maneras democráticos. Y la implantación de empresas españolas en Cuba y Venezuela es la mejor manera de ayudar a estos países en el camino hacia la plena democracia. Como lo fue en la España franquista la implantación de Ford en Almussafes o la llegada masiva de turistas nórdicos. Una filosofía que es compartida, incluso, por el Gobierno estadounidense, que confía en que la inversión extranjera en Irak ayude a cimentar la democracia en este país.

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