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A Fondo
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

La guerra taxis-Uber es solo el principio

El despliegue de la economía colaborativa exigirá nuevas formas de regulación en muchos sectores

Un hombre espera sentado frente a la fila de taxis de la T4 de Madrid, vacía durante el pasado martes por la huelga de estos profesionales.
Un hombre espera sentado frente a la fila de taxis de la T4 de Madrid, vacía durante el pasado martes por la huelga de estos profesionales.REUTERS
Manuel G. Pascual

Las calles de las principales ciudades españolas se vaciaron el martes pasado de taxis. La huelga se acompañó de una manifestación en Madrid en la que participaron miles de profesionales. Su principal reivindicación es que se cumpla la proporción entre licencias de taxi y de vehículos turismo con conductor (VTC), las exigidas a compañías como Cabify o Uber, que el Ejecutivo fijó por ley en 1 a 30 a favor de los primeros, pero que en la práctica se ha colocado de media en 1 a 11, con varias provincias por debajo de esas magnitudes.

No es la primera vez que el sector del taxi sale a las calles. Ni será la última. El enfrentamiento que mantiene este colectivo con los servicios privados de transporte no tiene visos de enfriarse. Consideran que UberX o Cabify les hacen competencia desleal, en tanto que los costes de las licencias que necesitan para operar son inferiores a los suyos; estos, por su parte, argumentan que no están haciendo nada ilegal, lo cual no deja de ser cierto. El conflicto está servido.

Y basta con observar la evolución del mercado secundario de licencias para ver quién se postula como ganador de este pulso. Las licencias VTC, que hasta hace poco solo interesaban a empresas de limusinas, servicios de transfer de hoteles y organizadores de eventos, han pasado de tener precios simbólicos a pagarse a unos 40.000 euros. Las licencias de taxi, que llegaron a costar más de 200.000 euros, se encuentran hoy por menos de 140.000. Puede haber influido en esta depreciación otra de las amenazas que acechan al negocio del taxi: el creciente éxito de las compañías de carsharing, como Car2Go, Emov, Respiro, Avancar, Bluemove o Cooltra, esta última en motos.

Curiosamente, todas las empresas mencionadas se inscriben dentro de la llamada economía colaborativa. O, mejor dicho, de las compañías que se apoyan en modelos colaborativos, tradicionalmente apartados de la lógica empresarial, para prestar servicios con ánimo de lucro.

La patronal Sharing España distingue entre tres fenómenos distintos que se suelen incluir bajo el mismo paraguas. La economía colaborativa propiamente dicha tiene lugar cuando una plataforma intermedia entre la oferta y la demanda de un producto o servicio, siempre y cuando ambas partes sean particulares. Siguiendo con el ejemplo del transporte, encajarían aquí webs como Social Car, en el que los usuarios alquilan su coche a terceros. En el caso de Uber y Cabify estaríamos hablando de economía bajo demanda, en tanto que sendas aplicaciones ponen en contacto a consumidores con profesionales en vez de a particulares entre sí. Car2Go entraría en la categoría de economía de acceso (una empresa pone sus bienes a disposición de sus clientes para que los usen temporalmente).

El conflicto que atraviesa el sector del taxi es un buen ejemplo de lo que está sucediendo en el mundo entero de la mano de la economía de plataformas, según lo denomina Bruselas. La tecnología, en este caso internet y las prestaciones de los smartphones (internet, GPS, movilidad, medio de pago), ha permitido crear una red de chóferes de coches privados (Cabify o Uber) capaz de transportar a los clientes a un precio inferior al del mercado (taxis). Para ello, estos nuevos actores se han servido de ambigüedades legales (las licencias VTC ya existían, aunque estaban pensadas para otros usos), que las autoridades han ido parcheando (véase el Real Decreto 1057/2015, en el que se fija la relación 1/30) a medida que la bola se hacía grande. Las dimensiones que adquiere el fenómeno, gracias a la comodidad del servicio y a su bajo coste, acaban teniendo repercusiones en colectivos (los propios taxistas) que se levantan en armas exigiendo una regulación más severa. Para el usuario del servicio, en cambio, todo son ventajas. De ahí su imparable crecimiento.

El modelo se replica

La conquista planetaria de Airbnb sigue esos mismos patrones. En este caso, el sector agraviado es el hotelero y vacacional, aunque habría que sumar a las propias Administraciones locales, ya que el fenómeno ha adquirido unas dimensiones tales que ya está afectando al urbanismo de ciudades de la talla de Nueva York, Ámsterdam o Barcelona, por citar algunas de las más beligerantes con la compañía californiana. Una vez más, Airbnb no ofrece nada ilegal: su argumento es que intermedia entre dueños de inmuebles infrautilizados y usuarios a los que les interesa disfrutar de ellos.

Hay más ejemplos. BlaBlaCar ha salido airoso de una demanda interpuesta por la patronal de los autocares, Confebus, por competencia desleal (los conductores no necesitan licencia). El juez estimó que los usuarios de la aplicación francesa no tienen ánimo de lucro, al entender que BlaBlaCar ofrece una forma de compartir gastos. Más allá del transporte y el alojamiento, la banca está comprendiendo que el crowdfunding y el crowdlending ya son algo más que un mero pasatiempo de la progresía adinerada. Los servicios profesionales también han encontrado un filón en este terreno, creando sitios web en los que los particulares se ofrecen para hacer algún trabajo, alimentando así la llamada gig economy.

Las apps apoyadas en la economía colaborativa se extienden como la espuma. Y en algunos casos, como el del transporte y el alojamiento, han ganado una presencia descomunal en muy pocos años. Su vertiginosa velocidad de desembarco pudo ser la justificación de las autoridades cuando hace menos de un lustro asomaron en España Uber y Airbnb, los dos grandes colosos de los modelos colaborativos. Pero han pasado los años y sigue sin haber una acción coordinada de las instituciones.

Porque alguna regulación debería haber. El objetivo de la economía colaborativa es socialmente irreprochable: usar las nuevas tecnologías para sacar un rendimiento adicional de los bienes y servicios infrautilizados. Eso puede reportar, de paso, unos ingresos adicionales y, además, permitir recortar la lista de intermediarios que se colocan entre consumidor y productor. Eficiencia y más eficiencia. El problema es que cuando la práctica de fórmulas colaborativas deja de ser anecdótica para convertirse en un fenómeno de masas aparecen consecuencias indeseadas. A veces se erosionan comunidades (véase Airbnb); en otras ocasiones se contribuye a apuntalar la precarización laboral (un tribunal británico obligó el año pasado a Uber a contratar a sus conductores de Reino Unido). Pero en todos los casos surgen acusaciones de competencia desleal por los sectores afectados.

¿A partir de qué momento entendemos que un particular pasa a ser un profesional, lo que conlleva una tributación distinta? ¿Se puede considerar, como sostiene por ejemplo Uber, que dicha empresa no es una compañía de transporte, sino una app que intermedia entre conductores y pasajeros? Si aceptamos que son meras plataformas digitales, ¿quién se encarga de revisar que quienes prestan los servicios que ellas gestionan cotizan a la Seguridad Social y pagan sus impuestos?

Son muchos interrogantes, sobre los que planea otro de mayor envergadura: ¿conviene o no primar la libre competencia real entre la economía digital y la analógica? La CNMC se ha pronunciado a favor. En cuanto a la Comisión Europea, si bien todavía no ha elaborado normas vinculantes al respecto, también ha recomendado que se defienda la liberalización, aunque encomienda a los Estados miembros que diferencien entre “ciudadanos que ofrecen un servicio de manera ocasional y los proveedores que actúan como profesionales”.

Esa es una de las claves del debate. En Francia, por ejemplo, se han establecido umbrales de ingresos anuales vinculados a la economía de plataformas a partir de los cuales se tributa como profesional. El Gobierno español no se ha pronunciado: sus movimientos, como el mencionado decreto que modifica la Ley de Ordenación de los Transportes Terrestres, son más un parche que una aproximación concienzuda al asunto. Algunas comunidades, como Cataluña, Baleares o Andalucía, están regulando el alquiler de alojamientos y los transportes. Ciertos ayuntamientos, los más volcados en el turismo, tratan de limitar la expansión de Airbnb. Pero sigue faltando una acción coordinada que ordene e inspire estas actuaciones.

¿Se le pueden poner puertas al campo? Probablemente, no. Pero no estaría de más tener algún guardia forestal pendiente de que no arda y se reduzca a cenizas.

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Sobre la firma

Manuel G. Pascual
Es redactor de la sección de Tecnología. Sigue la actualidad de las grandes tecnológicas y las repercusiones de la era digital en la privacidad de los ciudadanos. Antes de incorporarse a EL PAÍS trabajó en Cinco Días y Retina.

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