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'Brexit'

'Brexit': Mitos y paradojas de las relaciones entre Reino Unido y la UE

El proceso de constitucionalización abierto con el Tratado de Maastricht a fin de conseguir una unión política es la causa primigenia del conflicto por la permanencia en la UE

La 'expremier' conservadora británica, Margaret Thatcher.
La 'expremier' conservadora británica, Margaret Thatcher.Getty Images

En el marco de una Europa devastada, Winston Churchill pronunció una conferencia en la Universidad de Zúrich, en septiembre de 1946, en la que se proponía un remedio a la situación catastrófica de posguerra: reconstituir la familia europea y estructurarla, creando una suerte de Estados Unidos de Europa. Paradójicamente, Gran Bretaña se quedó al margen del inicial proceso de construcción europea. No obstante, pidió formalmente su adhesión al proyecto en 1961 y 1967, y por dos veces fue vetada su incorporación a las Comunidades Europeas, cuestión que no parece estar muy clara en el imaginario de la opinión pública, más proclive a considerar a Gran Bretaña reacia a su incorporación al proceso de integración.

El primer veto, en 1961, se sostuvo por parte de Francia sobre la base de la falta de compromiso británico en alinearse con una política más independiente de Europa respecto a Estados Unidos. El premier, Harold Macmillan, no podía renunciar al reforzamiento de su alianza con EE UU basada en la política del Gran Designio del presidente Kennedy, confrontada a la idea de una defensa autónoma europea. En segundo lugar, por la intención de Gran Bretaña de mantener el derecho exclusivo a desarrollar su política social y planificar su economía, así como garantizar el mantenimiento de la libertad comercial con los países de la EFTA. Finalmente, la escasa receptividad de Francia a reconocer un trato especial de las Comunidades Europeas para los productos de la Commonwealth dio al traste con este primer intento de ingreso en el entramado comunitario.

El segundo veto a la adhesión, impulsada por el laborista Harold Wilson en estrecha alianza con el líder conservador Edward Heath, el cual había dirigido las negociaciones del primer intento, se produjo en 1967. Los argumentos esgrimidos tuvieron una vertiente estrictamente jurídico-económica. Para Francia, se hacía necesario que Gran Bretaña superara una serie de escollos para poder iniciar con efectividad las negociaciones: lograr un equilibrio en su balanza de pagos y resolver la dificultad que generaba el peculiar sistema jurídico británico para poderse adaptar al acervo comunitario. No obstante, este segundo veto, como afirma el historiador Martín de la Guardia, no solo se circunscribía a la incompatibilidad de la economía británica con el Mercado Común, pues todavía subyacía la discrepancia primigenia, inasumible para la Francia del general De Gaulle: la Europa atlántica, preconizada por los británicos, difícilmente conciliable con la Europa europea imaginada por el general.

Otro de los imaginarios subyacentes se sustenta en la idea de que Gran Bretaña, cuando hace efectiva su adhesión a las Comunidades Europeas, junto con Irlanda y Dinamarca, en 1973, sufre de una patología difícil de resolver por el sanatorio europeo. Nuestro embajador, Alfonso Díez Torres, perteneciente al Servicio Europeo de Acción Exterior, cuestiona que Gran Bretaña haya sido una excepción patológica entre una serie de Estados miembros, alumnos virtuosos del europeísmo (como es nuestro caso), muy poco o nada hostiles al proceso de integración.

Según Díez Torres, una mirada a todos los procesos que se producen desde 1973 hasta la adhesión de Croacia como miembro efectivo adolecen de graves patologías (Dinamarca o Irlanda, los países de la EFTA, como Finlandia o Suecia, o los que provienen de la gran sacudida de la historia tras la caída del Muro de Berlín). Sería una gran injusticia reconocer solo enfermedades a Gran Bretaña.

De izquierda a derecha, el ministro de Exteriores inglés, Douglas Hurd, el primer ministro, John Major, y el presidente de la CE, Jacques Delors.
De izquierda a derecha, el ministro de Exteriores inglés, Douglas Hurd, el primer ministro, John Major, y el presidente de la CE, Jacques Delors.Getty Images

Cronología

1961-1967: Tres años después de la fundación de la Comunidad Económica Europea (CEE), Reino Unido solicita su entrada. El general y presidente francés Charles de Gaulle rechaza esa solicitud y la presentada en mayo de 1967.

1972-1973: Gran Bretaña firma los Tratados de Adhesión a las Comunidades Europeas y se incorpora a la CEE, con una gran división interna en el Parlamento inglés.

1975: El país convoca un referéndum para saber si sus ciudadanos desean seguir formando parte de la CEE. Gana el sí por un 67%.

1979-1984: La primera ministra conservadora británica, Margaret Thatcher solicita que se rebaje la contribución económica de Reino Unido a la CEE, pues la mayor parte de las ayudas se destinaban al sector agrícola, de poca relevancia en el país. En la cumbre de Fontainebleau, logra esta reducción con lo que se conoce como el cheque británico.

1992: Se firma el Tratado de Maastricht, que da lugar a la Unión Europea. El primer ministro británico John Major exige que el país quede fuera de la moneda única.

1995-1997: Entra en vigor el espacio sin fronteras Schengen –del que Reino Unido no forma parte–, que se integra al derecho de la UE con el Tratado de Ámsterdam.

2012-2016: El Parlamento británico aprueba la ley para convocar un referéndum sobre la permanencia en la UE y este queda previsto para hoy.

Otro mito se sitúa en la idea de que Gran Bretaña es un miembro hostil al proceso de integración. El paradigma principal de esta tesis se sustenta en el llamado cheque británico. Si se analiza con objetividad esta cuestión veremos que tiene su justificación, en tanto en cuanto supone un reembolso a Gran Bretaña de la parte destinada a la financiación de la Política Agrícola Común, la cual tiene muy poca virtualidad en el territorio británico. El acuerdo ha sido renegociado en 2005, a raíz de la reducción presupuestaria comunitaria en materia agrícola y la incorporación de Estados más pobres con un importante impacto agrícola, minorándose de manera sustancial el reembolso. De no ser así, si se eliminara el cheque de manera radical, Gran Bretaña sería un contribuyente neto mucho mayor que Francia o Italia.

Otro tanto ocurre en lo referente a la peculiaridad del sistema jurídico británico y su dificultad para transponer el derecho derivado de la UE. Gran Bretaña ha sido extremadamente cumplidora en la transposición de las directivas europeas. Analizando las tablas de indicadores establecidas por la Comisión, observamos que Gran Bretaña, en 2015, ocupaba el cuarto lugar (empatada con otros Estados) frente a países indubitadamente europeístas, como España o Italia, situados en la cola del incumplimiento. Los británicos han reducido su déficit de transposición al 0,4%, mientras que España se mantiene en el 1,5%. La media se halla en el 0,7%, es decir, Gran Bretaña está a la mitad en un sentido positivo de la media, y España la duplica.

En lo que respecta al retraso en la transposición de directivas (porque no han sido comunicadas a la Comisión, parcialmente transpuestas o les falta alguna medida de transposición), la Comisión Europea establecía el objetivo de un 0,5% de retraso, el cual es cumplido por 14 Estados, entre los cuales está Reino Unido y no se encuentra España.

¿Dónde se encuentra entonces el problema que desemboca en la posibilidad de que Gran Bretaña abandone la Unión Europea? Sin duda, el proceso de constitucionalización abierto con el Tratado de Maastricht a fin de conseguir una unión política es la causa primigenia de esta situación. El interés de la Unión de crear una especie de sistema constitucional multinivel, como se ha dicho, de Estados, ciudadanos y despachos (sobre todo estos últimos) ha encendido la mecha de la desafección.

Esa cierta negación del principio de soberanía y su sustitución por el principio de competencia, así como la exigencia a los Estados de transferir, mediante sucesivas reformas de los tratados, competencias políticas, que son las que definen la identidad constitucional de los Estados (política exterior, catalogación de derechos fundamentales, moneda, justicia y orden público y una incipiente defensa común, etc.) ha trastocado, en cierto modo, el proceso de integración, que había sido esencialmente económico-administrativo (más o menos despótico o más o menos filantrópico, según se mire). La cuestión de la soberanía, muy resistente en Gran Bretaña, es la gran causa que ha generado esta ruptura.

A mayor abundamiento, la reforma, un tanto sui géneris, del artículo 136 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, que ha permitido la adopción de nuevos Tratados parásitos en esta década (el Acuerdo sobre la Facilidad Europea de Estabilización Financiera, el Tratado sobre el Mecanismo Europeo de Estabilidad y el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza de la Unión Europea) a fin de contrarrestar la crisis económica; así como la gestión opaca de la misma, con la eclosión de crípticas estructuras tecnocráticas, han coayudado a esta situación; lo que llevó a Gran Bretaña a no firmar el Tratado de Estabilidad y Gobernanza, pues este proceso de reforma y de adición de un derecho originario, jurídicamente muy peculiar, ha quebrado la manera tradicional de abordar la integración.

Sea cual sea el resultado del referéndum, la UE se encuentra en una encrucijada muy poco favorable al desarrollo de la tesis de más Europa en el marco de una unión política. Si triunfa la opción de abandonar la UE, se abrirá un largo proceso de negociaciones, mucho mayor de los dos años establecidos en el artículo 50 del Tratado de la Unión (los operadores políticos estiman un mínimo de nueve años). Retirada que, probablemente, abriría un periodo de partenariado privilegiado de Gran Bretaña con la Unión. Por otro lado, la retirada podría tener un efecto dominó con Estados cuyas sociedades tienen un alto grado de desafección con el actual proceso de integración (los países del Grupo de Visegrado, o Estados fundadores, como Holanda, ante el Acuerdo UE-Ucrania, entre otros).

Charles De Gaulle durante una visita a Reino Unido.
Charles De Gaulle durante una visita a Reino Unido.Getty Images

Si Gran Bretaña permanece en la Unión, entraría en vigor el Acuerdo del Consejo Europeo de 19 de febrero de 2016. Hay que señalar que las excepciones que se establecen en el acuerdo necesitarán de un desarrollo normativo y de una ulterior reforma del Tratado de Lisboa, pues algunas no se compadecen con el Tratado, como es la intervención de los Parlamentos nacionales, que supera lo establecido en el Protocolo no 2 anejo al Tratado.

Menos problemática es la desactivación de un concepto jurídicamente indeterminado, como es el logro de la unión más estrecha de los pueblos europeos o las limitaciones en materia de política social a los ciudadanos comunitarios residentes en Gran Bretaña, cuestión que ya cuenta con una jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión conducente al reconocimiento de estas limitaciones. Pero lo que puede no ser un problema jurídico puede tener un gran calado político. La crisis con Gran Bretaña ha activado en la Unión una especie de freno de emergencia que afectará, sin duda, al futuro del objetivo de la unión política, pues el acuerdo no significa el establecimiento de una posición de privilegio para Reino Unido, ya que sus disposiciones podrán ser invocadas por otros Estados en un futuro lleno de incertidumbres.

Alfredo Allué Buiza es investigador y exdirector del Instituto de Estudios Europeos de la Universidad de Valladolid.

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