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Tribuna
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La tormenta perfecta

La reducción de pobreza y elevación a niveles de clase media en distintos grados de hasta 800 millones de personas en China desde 1980 es una hazaña única en la historia de la humanidad. Ha sido el resultado del esfuerzo de la población china pero también de que el Partido Comunista aprendió del error de Gorbachov en la URSS. Liberalizar el sistema económico y político simultáneamente en un Estado totalitario grande, muy poblado y con diversos grupos étnicos crearía caos. Por ello, Deng y sus sucesores liberalizaron la economía pero han mantenido una dictadura férrea.

En 2010, el FMI pronosticó con acierto que para que China mantuviera un ritmo de crecimiento de su PIB del 8% sus exportaciones sobre el total mundial tendrían que doblarse en diez años, una cuota políticamente inaceptable para sus rivales comerciales. En 2015, China creció únicamente un 6,9%, la menor tasa en 25 años. El Gobierno chino intenta desde la superación de la crisis financiera y económica global de 2008-2011 reequilibrar su modelo de crecimiento, fomentando el consumo interno y el sector servicios en detrimento de las exportaciones y la excesiva inversión en infraestructura en las regiones más avanzadas. Pero dicho malabarismo económico y social es de difícil ejecución. Ha implicado la eliminación de la política de un único hijo. Tal medida debería estimular el consumo, ya que los padres se preocuparán menos a medio plazo de que sus insuficientes ahorros en un sistema financiero aún infradesarrollado para planes de pensiones les protejan en la vejez. Las instrucciones del Gobierno chino a las empresas públicas para deshinchar la gran burbuja de especulación en el sector de la construcción y financiero exigen mucha habilidad. Si se restringe demasiado la capacidad de los bancos de otorgar créditos dictando más reservas de capital se ralentiza también el crecimiento productivo.

En este contexto de un aterrizaje semisuave de la economía china a unos ritmos de crecimiento propios de una economía emergente de renta media (5-7%), los otros BRICS, con la excepción de la India, van a la deriva. Brasil se enfrenta a su peor crisis desde los años treinta, su presidenta puede ser imputada y aún no se vislumbra el alcance total de la corrupción generada por Petrobras. Rusia también padece una fuerte recesión debido a la falta de diversificación del modelo productivo, corrupción y los reducidos precios de hidrocarburos. Sudáfrica no avanza en relación a sus graves problemas sociales, de corrupción y un desempleo del 25%. Emergentes no-BRICS como Turquía, Indonesia, México o incluso los exportadores de petróleo o gas natural en el mundo árabe (Arabia Saudí, Catar, Irak, Emiratos Árabes) y musulmán asiático (Kazajistán, Irán) o África (Argelia, Angola) están creciendo menos porque los precios del petróleo y gas natural están a niveles históricamente bajos y la desaceleración china absorbe menos hidrocarburos, metales y materias primas, fenómeno que se podría convertir en un círculo vicioso que propicie la huida de más capital de emergentes hacia los desarrollados. 

Desde mediados de 2014, 1,1 billones de euros han salido de China, y las reservas de su banco central disminuyeron en 550.000 millones de euros en 2015. Entre 2001 y 2011 los países emergentes y en vías de desarrollo recibieron más de 3 billones de dólares en inversiones productivas y financieras. En 2015, por primera vez desde 1988, se produjo una huida neta de capitales de dicho grupo de países por valor de 590.000 millones de euros. La muy prudente y acertada gestión de Janet Yellen al frente de la Reserva Federal está impidiendo una aceleración de la salida de capital de los emergentes. EE UU salió de la recesión en el verano de 2009 y desde entonces se ha producido el mayor crecimiento ininterrumpido de ocupación en el sector privado desde los dorados años noventa. Durante la presidencia de Obama se han generado 14 millones de empleos, pero una gran parte de ellos son temporales, de baja remuneración y sin cobertura médica. Por ello, Yellen ha forjado un consenso en la Fed en el sentido de no aumentar los tipos de interés nuevamente hasta mediados o finales de 2016. Dicha política frena la apreciación del dólar, fomentando las exportaciones de EE UU y evitando más fuga de capitales de emergentes. Pero la política de la Fed, sumada a la compra de bonos secundarios por parte del BCE, también genera deflación en la eurozona.

A corto plazo, muchos Gobiernos deberán seguir con programas de estímulo mediante aumento del gasto público, tipos de interés mínimos, mayor deuda pública y compra de bonos. Sin una coordinación a nivel del G20 podríamos entrar en una espiral peligrosa de mantenimiento de mínimos tipos de interés, precios de los hidrocarburos, deflación, menor crecimiento de los emergentes y más proteccionismo.

Alexandre Muns es profesor de EAE Business School.

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