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Columna
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Brasil reza para que llueva

Una de las mayores ciudades del mundo se está quedando sin agua. São Paulo, una ciudad de 20 millones de personas, podría secarse en cuestión de semanas. El coste humanitario y económico sería inmenso. El fiasco debería ser una llamada global de atención para otras metrópolis.

La causa inmediata de la crisis es una sequía que ya dura un año. El sistema de depósito Cantareira que abastece a alrededor de un tercio de la población de la ciudad está tan bajo que Sabesp, la empresa pública local, tiene que llevar a cabo un tratamiento para los sedimentos pesados en los suministros y trasladar agua de otras fuentes.

Es la peor sequía en la región desde que hay registros, en más de 80 años. Otras partes del estado de São Paulo y Brasil también se han visto afectadas, aunque no con tanta dureza. Puede parecer una aberración, pero la planificación para el desastre ha sido pobre –y ofrece lecciones importantes–.

Sabesp no ha introducido ningún racionamiento –al menos no oficialmente–. Ha recortado la presión por la noche y ofrecido descuentos a los clientes con poco gasto. El gobierno, por su parte, evitó hablar de racionamiento obligatorio durante las elecciones presidenciales del mes pasado.

La planificación a largo plazo se ha quedado corta también. Parte de la infraestructura es poco sólida. El volumen de fugas ronda el 30% y el 40%.

Además, puede que la sequía no sea temporal. Algunos científicos la vinculan a la destrucción de la selva del Amazonas a miles de kilómetros de distancia. Eso haría necesaria más inversión en fuentes alternativas –desalinización o agua de otras cuencas–.

Puede que estas soluciones sean caras, pero esperar que llueva no es una estrategia. La escasez crónica traería malestar social y socavaría una ciudad que es responsable de más de una quinta parte del PIB del país y es la capital de una región que representa el 40% de la producción industrial de Brasil. Una crisis aguda podría conducir a disturbios, un éxodo masivo o algo peor.

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