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Columna
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Una huelga desganada

Con inercia resignada, se acerca la fecha de la huelga general. Una huelga que se convocó hace ya la friolera de tres meses. Tantos, que nadie se acuerda de su porqué. Tampoco parecen recordarlo los máximos líderes sindicales: cada vez que comparecen tienen que autoafianzarse con aquello tan socorrido del "ahora sí que tenemos motivos".

Nadie entiende del todo bien el porqué de esta próxima huelga general. ¿Una reforma laboral tibia y pacata? No es suficiente motivo; dado lo descafeinado de su contenido, los sindicatos hubieran podido firmarla con los empresarios si hubiesen estado por la tarea. ¿Los recortes presupuestarios y la bajada del sueldo de los funcionarios? Tampoco, ya se hizo su huelga general y fracasó. ¿Como aviso por las reformas por venir? Quién sabe. Dado que nadie podrá desentrañar el arcano de las razones profundas de esta huelga extraña y desganada, debemos pensar que los sindicatos se vieron arrastrados por sus propias contradicciones.

Ante una situación de deterioro económico tan acusado, algo tenían que hacer. Y dejándose llevar por la inercia tradicional, le montaron una huelga general al Gobierno amigo, al que dejaron con cara de pánfilo. Toda una legislatura mimándolos para que a las primeras de cambio le clavaran por la espalda el puñal de la movilización general. El PSOE se siente traicionado por los que tanto mimó. Zapatero gobernó durante años al gusto sindical. No movió una coma sin su beneplácito. Al Gobierno le consolaba la complicidad sindical para unas políticas que por poco nos llevan al desastre. Y en cuanto intentó enmendarlas, se le revolvieron con aquello de "yo no fui, Zapatero dimisión"

No existe unanimidad en el interior de las estructuras sindicales en torno a la conveniencia o no de esta huelga general. Los gritos de "no la hagáis, no la hagáis" que se escucharon en Rodiezmo no son expresiones aisladas. Son muchos sindicalistas los que piensan que esta huelga es "una gran putada" -Toxo dixit- que de nada servirá salvo para debilitar a los propios sindicatos y al Gobierno que los apoya. Los más entusiasmados son aquellos que desean la pronta caída de Zapatero; los sindicatos están haciendo la tarea de zapa que la oposición no supo hacer. Son muchas las voces sindicales que reconocen estar avergonzados de la iniciativa. Y la campaña de promoción, con el zafio vídeo de marras, aún los sonroja más.

La realidad siempre nos regala expresivas paradojas. Los sindicatos, mimados por el Gobierno, le convocan una huelga general para derribarlo. Atacan a los que los apoyan para aupar a los que cuestionan su papel. Es normal que muchas de sus bases de izquierdas no estén apasionadas con una maniobra que no entienden ni comparten. Mientras el Gobierno regional de Madrid -con buena parte de razón, por cierto- anuncia que aplicará estrictamente la ley para reducir el número de liberados, los líderes socialistas se desgañitan criticando esta medida. Apoyan a los sindicatos mientras éstos se afanan en hacerle una huelga general. Estas contradicciones aún minan más la convicción de las bases sindicales, empujadas por sus líderes a una huelga que, en verdad, no deseaban.

El fracaso de la huelga general de la función pública sirvió para testar el gélido ambiente. Los funcionarios estaban indignados ante la sustancial rebaja de sueldo que habían sufrido, pero no secundaron la convocatoria. En el fondo, todos sabíamos que pintaban bastos y que el Gobierno tenía que actuar. Si no lo hubiera hecho estaríamos ahora en el abismo. Lo mismo ha ocurrido en otros países europeos. En Irlanda, por ejemplo, se han adoptado medidas mucho más severas con acuerdo de empresarios y sindicatos. ¿Por qué aquí no fue posible? Los agentes sociales tampoco han estado a la altura de las circunstancias. En vez de luchar para convertirse en parte de la solución, se han convertido en parte del problema. Pudieron pactar una reforma razonable y no lo hicieron.

Zapatero ha gestionado mal la crisis. Nos ha salido muy caro; tardaremos muchos años en pagar las consecuencias de su gestión. Será castigado por ello en las urnas. Sin embargo, apenas sufrirá desgaste por las huelgas generales. Ya fracasó la de los funcionarios, y la del 29 de septiembre no pasará de unos tibios resultados en el que las partes aspiran a salvar los muebles. El personal no tiene ganas de huelga, tal y como se aprecia en las encuestas y en la charla del bar. La disminución de la actividad será directamente proporcional a la acción de los piquetes. Los sindicatos no tendrán otro poder más que el de la coacción, ya que han perdido la batalla de la convicción. Coaccionarán, pero no convencerán.

Manuel Pimentel

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